Uno de los principales deseos de los padres, respecto de sus hijos, es lograr que éstos sean responsables y tengan autonomía propia. Aunque este es un deseo bastante generalizado, luego veremos, que no todos los padres entienden estos conceptos de la misma forma.
Por este motivo, quizás sea conveniente, antes de hablar de la autonomía y de la responsabilidad de los hijos, delimitar y aclarar lo que queremos decir, cuando nos referimos a estos dos conceptos.
Autonomía.
Todos los seres vivos, tienen algo en común desde el momento en que nacen. Este rasgo que comparten todas las especies es la dependencia de sus progenitores. En mayor o menor grado, la presencia de la madre, del padre o de ambos es necesaria para que el recién llegado al mundo sea capaz de sobrevivir.
Algunas especies, como los canguros, necesitan alojarse en la bolsa marsupial de sus madres. Nacen en un estado de tal inmadurez, que necesitan esa bolsa protectora materna como si fuera una incubadora.
Sin llegar al extremo de los canguros, el ser humano es una de las especies más desvalidas. Si comparamos al bebé recién nacido con otras especies de mamíferos vemos su absoluta dependencia de la madre para sobrevivir.
Un ternero o un corderito, recién nacidos, se ponen sobre sus cuatro patas y buscan la leche de la madre. El bebé humano necesita ayuda, casi para todo. Es absolutamente dependiente de sus padres para sobrevivir. Se inicia en ese momento, un largo camino, donde los padres tienen la misión de ayudar a su hijo, a ser cada vez menos dependiente y tener más autonomía.
Entendemos por autonomía del niño, la capacidad que demuestra para realizar por sí mismo una serie de actos, sin precisar para ello de la ayuda de otras personas.
Un niño al nacer es enteramente dependiente de sus padres.
La responsabilidad.
El concepto de responsabilidad ve íntimamente ligado al de autonomía. Podemos definir la responsabilidad como el conocimiento que tenemos sobre la repercusión, que nuestros actos o nuestras omisiones, tienen sobre nosotros mismos y sobre los demás.
Cuando el niño es dependiente, los actos son realizados por sus padres y él no tiene ninguna responsabilidad sobre dichas acciones. Conforme avanza en su desarrollo, adquiere la capacidad para realizar por sí mismo determinadas actuaciones.
Al hecho de ser consciente de los efectos que implican sus actos es a lo que llamamos responsabilidad. Por lo tanto en la medida en que disminuye la dependencia de los padres y aumenta la autonomía propia, aumenta también la responsabilidad.
Conforme crece, el niño se va independizando de los padres, y debe tomar decisiones de forma libre y consciente. Esas acciones le originarán consecuencias y él debe asumir la responsabilidad que se deriva de las mismas.
La independencia de los padres y la autonomía conlleva asumir una serie de obligaciones.
El ser consciente de sus propias obligaciones, asumirlas y realizarlas, es lo que define a la responsabilidad de la persona.
Responsabilidad y autonomía: el papel de los padres.
Los padres tienen una importancia capital en el desarrollo de estas dos características fundamentales para sus hijos: responsabilidad y autonomía. Sobre ellos recae la misión de actuar como un modelo a seguir por los hijos. Cuánto más pequeño es el niño, mayor importancia tienen las figuras paternas en guiar el desarrollo de sus hijos.
Ahora bien, los padres no deben obsesionarse con esta tarea que les corresponde. Los niños no asumen su autonomía con un calendario rígido y estricto. Unos niños empiezan a caminar más tarde, otros son más precoces a la hora de decir sus primeras palabras. Otros, controlan sus esfínteres pronto y a otros les cuesta más. La flexibilidad debe presidir la actuación de los padres.
La misión de los padres es dar autonomía a los hijos pero deben hacerlo con naturalidad, sin presiones, ni rigidez, sin presionar en exceso a sus hijos. Es muy importante que los padres comprendan que cada niño tiene sus propias características y su propia individualidad. Los padres deben respetar esta singularidad, que hacen a su hijo único y diferente de sus hermanos y amigos.
La misión de los padres es que sus hijos lleguen a ser autónomos.
El desarrollo de la responsabilidad y la autonomía.
Respetando la individualidad de cada niño, existe un acuerdo común entre los expertos sobre el grado de responsabilidad y autonomía, en relación a la edad.
Hasta los dos años de edad.
El bebé de menos de dos años apenas si tiene autonomía y es tremendamente dependiente. Lo habitual, es que a partir del tercer mes de vida, comience a mostrar actos que denotan una intencionalidad: el niño nos mira y nos reconoce.
Cuando el bebé ha cumplido los cinco meses podemos esperar que manipule algunos objetos. Ya cerca de los doce meses puede dar sus primeros pasos, balbucear sus primeras palabras y mostrar los primeros signos de comunicación señalando objetos.
Entre los dos y los seis años de edad.
En estos años la el desarrollo del lenguaje, será la principal adquisición del niño. Mediante el lenguaje, su mundo se amplía considerablemente, pues le va a permitir establecer relaciones con su familia y los que le rodean.
El juego con otros niños es una de sus actividades prioritarias, así como la demanda de atención a los padres para que participen en sus juegos.
Actividades elementales básicas, como la comida, el aseo, el horario para dormir, el adecuado control de los esfínteres, deberían ser asumidas por el niño a partir de los tres años de edad. Aquí, los padres deben intentar imponer una cierta disciplina y no dejar al niño campear a su antojo.
Por ejemplo, el control de los esfínteres, es algo que el niño debe haber conseguido a los cinco años de edad. Antes de esta edad puede tener un cierto control, aunque no es raro que aparezcan dificultades nocturnas. Esto no debe ser nada preocupante.
Es una buena norma, inculcar en este rango de edad una disciplina a la hora de irse a dormir. Hay que intentar que lo vaya haciendo él solo, cuando llegue su hora y los padres se lo indiquen.
No es nada descabellado, sugerirle que colabore en pequeñas tareas domésticas, como recoger su ropa tras el baño, ayudar a poner la mesa, dejar sus juguetes recogidos, etc.
Buscando la autonomía : el cepillado de dientes.
De seis a doce años de edad.
Esta es una edad en la que la amistad con otros niños tiene un carácter fundamenta. No hay nada más importante para vuestro hijo que sus amigos.
Cada vez debe colaborar más y se le debe exigir que realice algunas tareas fijas. Es un buen momento para inculcarle el razonamiento, para que abandone los caprichos y acepte el respeto mutuo.
La adopción de reglas de comportamiento, tanto dentro como fuera de la casa, es muy importante en esta edad.
Los problemas de la adolescencia.
Con la adolescencia llegan los grandes cambios fisiológicos, pero también los cambios de carácter, la rebeldía, la desobediencia y la irritabilidad. El adolescente no encuentra su lugar en el mundo, a medio camino entre la infancia y los adultos, se siente inseguro y busca su identidad.
Es una etapa problemática para los hijos y para los padres, que muchas veces se deben armar de paciencia para sobrellevar las protestas continuas. El adolescente pone a prueba la autoridad de los padres, busca los límites y se mueve entre el desafío y la rebeldía.
En estos años va a establecer su grupo de amistades, y también, sus valores de referencia en la vida, con lo que todo ello significa.
Lo que no deben hacer los padres.
No me cansaré de repetir un viejo refrán: “Una cosa es predicar y otra dar trigo”. Con esto quiero decir, que una cosa es la teoría y otra la práctica. Es muy bonito aquí decir, como es el desarrollo ideal del niño, pero luego, en el día a día los padres se encuentran con otra cosa.
Por este motivo, estas palabras deben servir como una guía, y nunca como una Biblia, a la que seguir a rajatabla. Damos por hecho la buena intención de todos los padres. Intentemos exigir otra cualidad más: la flexibilidad.
Veremos a continuación algunos modelos de conducta que son poco apropiados para conseguir los objetivos de autonomía y responsabilidad.
El modelo punitivo es totalmente desaconsejable.
El modelo punitivo: No a la agresividad.
En ocasiones, los padres, quizás porque lo han vivido en su propia educación, imponen modelos basados en la agresividad. Esta no es una buena idea. Un tono o una actitud agresiva, puede ser contraproducente.
La agresividad, o los actos de intimidación pueden provocar miedo en el niño. Pueden hacerle sentirse inseguro. Pero también podemos conseguir el efecto contrario y originar en nuestros hijos actitudes agresivas desproporcionadas y una evidente frustración.
El niño aprende y hace lo que ve, mucho más que lo que se le dice. “Obras son amores y no buenas razones”. Hay que enseñar a los niños que las actitudes agresivas, no son la forma más adecuada de conseguir nuestros objetivos.
Deben aprender a dialogar, a escuchar y sentirse escuchados. Deben a prender a valorar las opiniones de los demás, de la misma forma que sus propias opiniones. La agresividad nunca será un buen camino para imponerse ante los razonamientos. El diálogo, la comunicación y el razonamiento deben sustituir a la agresividad y la imposición por la fuerza.
El modelo sobreprotector: Creando inseguridad en el niño.
Por desgracia, todos conocemos padres que tratan de evitar, a toda costa, cualquier dificultad, que puedan afrontar sus hijos. Antes de que el niño sea consciente de un problema, los padres ya se lo han resuelto. El niño nunca toma decisiones, nunca se equivoca.
Los padres asumen la tarea de decidir y equivocarse por él. Los padres son los responsables de todo. El niño llega a la convicción de que no se tiene que preocupar por nada. Siempre encontrará alguien que le resuelva los problemas.
Se vuelve totalmente dependiente, no asume ninguna responsabilidad, pero se vuelve un niño temeroso o inseguro, pues necesitará continuamente la presencia de los padres, cada vez que se enfrente a algo nuevo.
En el punto medio, está la virtud, y hay que intentar huir de los extremos, ni caer en un modelo punitivo ni ser demasiado protector. Hay que enseñar al niño a enfrentarse a los problemas por él mismo. Hay que quitarle el miedo a equivocarse.
El error es humano y todo el que toma decisiones, tarde o temprano se equivoca. Cuando resuelva los problemas por él mismo crecerá su autoestima. Si no es capaz de hacerlo, es misión de los padres evitar que se desmoralice. Los padres deben estar a su lado, pero deben dejarle actuar a él.
El pequeño tirano es el resultado del modelo permisivo.
El modelo permisivo: Los niños tiranos.
Este modelo educativo, puede ser el germen de una patología, cada día más frecuente: el síndrome del emperador o síndrome de los niños tiranos. Esto sucede cuando los padres no ponen ningún límite a los deseos del niño.
Los padres aceptan y consienten cualquier forma de expresión de su hijo, aunque sea gritando o de malos modos. Asumen que su misión es la vida es facilitar todos los deseos de sus hijos. Esta actitud origina en el niño una actitud egoísta.
Se convence de que lo único que tiene importancia son sus caprichos y apetencias. Desea algo y lo quiere ya mismo. Para el niño no existe la palabra “No”. No conoce la frustración. Sus padres se encargan de satisfacer sus más mínimos deseos.
Es misión de los padres, explicar a sus hijos que sus caprichos no están por encima de todo. Deben enseñarles a respetar los deseos y necesidades de los demás. El niño debe saber que conseguir algo, supone un esfuerzo. Una vez conseguido ese esfuerzo realizado, hará que valore en su justa medida lo conseguido.
El niño debe aprender a conocer el “No”. Debe saber que no todo se puede conseguir al momento. Debe aprender a desarrollar la paciencia. “El que algo quiera, algo le cuesta”. Una veces será tiempo, otras esfuerzos y a veces las dos cosas.
En busca del modelo educativo adecuado.
Una de las tareas de los padres, es estar cerca de sus hijos, sobre todo en las dificultades, para ayudarle a superar las frustraciones que pueda encontrar, pero no para evitárselas.
Enseñadle a razonar, a expresar su opinión, a escuchar a los demás, a dialogar, pero no a imponer su voluntad por la fuerza. Es importante que el niño sienta que su opinión es importante, pues así aprenderá a valorar la opinión de los demás.
Los padres deben inculcar en sus hijos la noción de que todos los actos tienen consecuencias, unas veces positivas y otras negativas. Si el niño no se porta de forma adecuada, hay que señalárselo claramente. Es importante que conozca los límites. Por otra parte, cuando actúe adecuadamente hay que alabar su comportamiento.
El niño debe saber que sus éxitos y sus fracasos le pertenecen. De ellos aprenderá a tolerar la frustración y a superar los problemas.
Es misión de los padres fomentar la autoestima de sus hijos.
¿Cómo aumentar la responsabilidad de los hijos?
Hay que enseñarle las normas y las reglas para que se enfrente al mundo de los adultos.
Los padres deben fomentar la autoestima y la confianza de sus hijos. Para ello es fundamental que sepan distinguir cuando actúan bien y cuándo se equivocan.
Animadle para que tome sus propias decisiones. Quitadle el miedo a que se equivoque. De los errores también se aprende. Por el contrario, cuando acierte se sentirá más útil y con más valía. Animadle a progresar, superarse y conseguir nuevo éxitos.
Inculcar en él el respeto por los demás, haciéndole ver que los demás también son respetuosos con él. Enseñadle a controlar sus impulsos.
Es muy importante que sepa decir ¡No! con rotundidad a determinadas situaciones (drogas, violencia) por estar convencido de que no le convienen y no aceptarlas, sólo porque lo digan los demás.
Enseñadle a ser crítico y a aceptar las críticas. Fomentar su autonomía en todos los ámbitos: económico, afectivo, sentimental, etc.
La importancia de los límites en la conducta.
El niño debe saber que todos los actos implican consecuencias. Si se porta mal, debe saber que ello le supondrá algún coste. Si actúa bien, hacédselo saber, incluso, cuando haga algo que es su obligación.
Es importante saber pedir bien las cosas. Por ejemplo: “Espero que saques buenas notas, porque eres capaz de conseguirlo”. De esta forma mostráis su confianza en él y esperáis que se comporte como un adulto de acuerdo a sus aptitudes.
Enseñadle a reparar los errores cometidos, pero no hagáis descalificaciones globales: “No sirves para nada”. Es importante no rechazar valores personales, sino comportamientos inadecuados concretos. Por ejemplo, si no estudia lo suficiente, no le digáis que es un vago o un inútil, sino que no os parece bien qué dedique tan poco tiempo al estudio.
Es de suma utilidad enseñadle a ponerse en el lugar del otro, pues así aprende como afectan sus actos a los demás.
Dadle siempre un voto de confianza para que haga cosas.
Buscando siempre la autonomía y la responsabilidad
Normas claras y razonables.
Sed razonables pero firmes a la hora de imponer normas de comportamiento. Es normal que no quieran aceptar las normas, pero debéis imponer vuestra autoridad. Esto no quiere decir que no haya que ser flexible y dialogante. La intransigencia no es una buena consejera.
Dejadle bien claro, los comportamientos que nunca vais a tolerar. Cuando sobrepase los límites, él será el primero en saberlo y no se extrañará al recibir un castigo por su mal comportamiento.
Mantened siempre los mismos criterios pues le ayudáis a ser consecuente y responsable.
Si no cumple las normas, preguntad el motivo. Puede que no se trate de mala voluntad, sino de una norma excesiva o de difícil cumplimiento.
No hay que ser pesados, repitiendo las normas. Es mejor decir las cosas pocas veces pero con firmeza que repetirlas a todas horas sin conseguir nada.
Resumen.
Tanto la autonomía como la responsabilidad, son cualidades que el niño debe ir aprendiendo a lo largo de los años. Es misión de los padres preparar a sus hijos para llevar una vida responsable. Así lo recoge la Convención sobre los derechos del niño y ésta es una tarea paterna inexcusable, pues cuando el hijo alcance su mayoría de edad la sociedad esperará que se porte como una persona responsable.
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